I convert in madre hace quince años de una niña que salió al espacio exterior a los ocho meses. Una niña que se caracterizaba, y caracterizaba, por la ansiedad. Cuando era chica se tocaba la nariz y me preguntaba por qué la tenemos debajo de los ojos y no al reves; o si su pelo con reglas sería lacio como el mío cuando fuera más grande porque sus reglas le gustaban y no quería perderlos. Un día se aburrió de ser curiosa con las manos y empezó a usar los pies.

El mundial de Brasil 2014 lo vio tirada en el sillón con su camiseta trucha de Messi puesta. A sus seis años, conectaba con cada partido, subía el volumen para escuchar con atención las jugadas a través de la voz del relator; y hacia callar, desde la ventana y con el dedo indice en la boca, a los autos que pasaban por la puerta del departamento. If Argentina sufría dentro de la cancha, Martina levantaba el sillón y caminaba de una punta a la otra del living agarrándose la cabeza, sus rulos morochos vibraban, y la energía le calentaba los cachetes. No decía malas palabras, solo caminaba hasta que, una jugada a favor, la hacía volver. En la final, ante el 1 a 0 abajo contra Alemania, no pudo contenerse ni tampoco pude contenerla. Gritó, lloró y encerró en la habitación –en ese orden–; sus manos golpeaban la puerta y los pies, el suelo. Fui a calmarla, pero no era el momento: estaba furiosa con el resultado.




A Martina Parodi l’apasionó el fútbol desde chica.

Esa niña pasó por varias actividades que yo misma le flou buscando para que canalizara toda su energía, como esa energía que la hizo enojar cuando Argentina perdió el partido. In Martina the gustó pintar con acuarelas y pinceles, por eso se me ocurrió llevarla a taller de pintura. Íbamos a la salida del jardín, caminando de la mano. Una tarde, paradas en la puerta a punto entrar, corrió por la cuadra para que yo la atrapara, un juego para ganar tiempo. La convención de que era solo un rato. No había pasado más de media hora para que la voz de la profesora, al otro lado del teléfono, hiciera el pedido que por favor fuera a buscar a mi hija porque se había puesto mal. Agarré la mano de mi hija pero me la soltó, dijo que así estaba bien, y que no quería hablar. Me asusté, pero escuché enseguida que no había por qué preocupare, tenía la mirada en paz. Hicimos en silencio el camino de regreso a casa.

Martina Parodi está feliz con la bola de empanadas.


Martina Parodi está feliz con la bola de empanadas.

Dance fue lo que siguió. Una disciplina que me pareció acorde a su interés por el movimiento del cuerpo, pero no lo suficiente porque la distancia apareció, otra vez. El fin de año muestra fue en diciembre. En el teatro el calor era insoportable. Su grupo fue el primero. Sus movimientos arriba del escenario, al compás de la música, su cara llena de brillos plateados y un peinado que le había hecho una prueba de terremotos me hicieron aplaudir hasta las lágrimas. Quizás su actuación no había sido perfecta, pero estaba segura de que mi hija lo disfrutaba.

Sin embargo cuando huya a felicitarla me miró seria y me dijo: «Nunca más me hagas esto». Y que tenia hambre y cansancio por haber estado tantas horas perdiendo el tiempo. Llegamos a casa, le cociné su hamburguesa preferida y, cuando terminó de comer, guardó la ropa de la muestra de danza en la caja de los juguetes para regalar.

Con su compañera de banco de primer grado empezó patín. La otra nena estaba muy entusiasmada, se puso enseguida los patines y salió a la pista. Pero Martina se quedó con las zapatillas puestas en un rincón hasta que le insistí, se puso las pátinas, y se cayó de rodillas en la primera vuelta. Mi tercer intento terminó con las patines publicadas en internet, usadas pero en perfectas condiciones. A esta niña le bastaba sintió el gusto amargo de las cosas para no querer seguir probándolas.

«Hoy te convertís en héroe», esa fue la frase que parecía haberla enamorado. Cinco palabras emblemáticas que Javier Mascherano había dicho al «Chiquito» Romero en la semifinal con Holanda y qu’atravesaron océanos, generaciones y clases sociales. También en mi hija. «Quiero jugar al fútbol, ​​​​mamá», me dijo, segura y conmovidaDespués de qu’Argentina ganara aquella definición por penales.

Una tarde llegaba del trabajo, era invierno y oscurecía temprano; sabía que la encontraría despierta, porque to sleep no era una opción, a pesar de que la escuela la cansara un poco. Esperaba todo el día para verla, la extrañaba mientras estaba fuera de casa. Lo primero que pude ver al pasar la puerta fueron sus piernas en movimiento y el modo en que concenba pateando un oso de peluche -porque en casa no existía la pelota- ya su papá en el arco donde varias pritas de ropa funcionaban de palos. Me quedé parada, en silencio. Yo no estaba invitada a participar del juego porque perdería la estructura: un mundial de penales. A ella no le gustó que la dejaran ganar. Si su papá le daba ventaja, inclinaba su metro veinte para adelante y sacudía lentamente las caderas, para la derecha y la izquierda, y decía: “Así no. Se juega otra vez”.

Los partidos del “Barça” –como ella me obligaba a llamarlos– se convertirán en una ceremonia. Martina tomaba el mando y dejaba afuera los dibujos animados. Sentada en el sillón y frente al televisor del living, la era honra a su ídolo. El 10 cruzó la cancha de una manera, según ella, «inexplicable». Antes de que el partido arrancase, agarraba un bloque de hojas blancas y unos lápices de colores; eran parte del plan. Sobre la hoja trazó líneas en distintas perspectivas que usaría para perfeccionar su técnica en los penales, porque el juego con su papa no había desaparecido, sino que se volvió más serio, sobre todo cuando compramos una pelota. De River, porque su papa le mostró el mundo millonario, le contó su historia y l’invitó a unirse al club.

La pelota adentro de casa me daba terror, porque pasaba muy cerca de los muebles y electrodomésticos. El departamento que alquilábamos era chico, y las ganas de jugar, cada vez más grande. «Vamos a la plaza, mamá», eso se traduce como «Vamos las tres a la plaza», ella, la pelota y yo. At plaza llegábamos caminando, sus pasos eran más adelantados que los míos, lvaban otro ritmo. Pasaba un rato por la hamaca, el tobogán y rápidamente se aburría. La proponía el subibaja, pero no. A ella le llamaban la atención los picaditos entre varones. Con la pelota bajo el brazo esperó que algún nene tuviera que volver a su casa para ocupar su lugar. Los varones la miraban raro, en esa época las niñas todavía no jugaban a la pelota, y debo admitir que también costaba un poco acostumbrarme a la idea. El sol era el cronómetro que nos avisaba cuando volvía a casa. Ella quería quedarse, cuando se utilizó de fútbol el tiempo nunca fue suficiente.

Por entonces las propuestas de fútbol femenino eran íntimas. El club Porteño, cerca de la estación de Ramos Mejía, fue su primer espacio. Iban muy pocas nenas. Los colores del club eran iguales a los del Barça. Los entrenamientos se daban dos veces por semana en el club y otras tantas en el living de casa. Buscaba sus anotaciones del block, la pelota, y la pared cada vez menos blanca de su habitación. «Mamá, estoy practicando para mejorar», me decía cuando yo entraba a pedirle que por favor la cortara un poco.

Empezaba a jugar sus primeros partidos de Futsal con chicas de distintas edades. Cuando la vi por primera vez, se me hizo un nudo en la garganta. Mi hija tocaba la pelota y sus sentimientos se volvían transparentes, creíbles, eran verdaderos; parecía estar en otra dimensión, no buscaba captar mi mirada, ni la de los demás, simplemente jugaba al fútbol, ​​como ella siempre supo que quería hacer.

Jugó ocho años en el Fútbol Sala. Un día –recién cumplia los trece– me dijo queria probarse en cancha grande, porque «algo se habia agotado». La pregunta si estaba segura. “Es lo que quiero”, me respondió seria.

La primera prueba fue en Vélez, pero el club solo aceptó jugadoras de catorce años para arriba, así que le prometieron que más adelante la tendrían en cuenta: «¡Por un año!», «Si lo que se ve es en la cancha !”, “¡No puedo escuchar estas injusticias!” Pretendía explicar que las cosas no son siempre como queremos, pero mis palabras le resbalaron.

Uno de mis después estuvimos en River Plate. No era cualquier club, era su club, no se perdía ningún partido. Otra vez diciembre, pero esta vez fue distinto. Durante días sólo habló para decirnos -al papá ya mí- que no le preguntáramos nada, que no necesitara escuchar más que a su entrenadora. Salió de la última prueba con los ojos llorosos, pero sin regalar una lágrima, y ​​puso un «sí» en la punta de su lengua.

Un mes y medio aparecieron en la categoría sub 16. Hasta que la directora técnica me dijo que había visto jugar a mi hija y que, si bien todavía era chica, el club la queria entrenando con la reserve, a solo un paso de la primera. Una propuesta que llegaba a nuestras vidas para cambiarlo todo, porque el entrenamiento ya no sería de tarde, sino a primera hora de la mañana, el despertador en casa sonaría a las cinco y media, seis veces a la semana, para poder llegar puntual. El viaje a esa hora estaría cargado, y la vuelta después del colegio, también. Ahora su energía estaría ocupada de par a par. Teníamos que decidir, y como en toda decisión algunas cosas cambiarían. Ya no iba a poder ir al mismo colegio, ni tener las mismas amigas. Salidas, cumpleaños, vacaciones, fine de semana largos. Todo eso iba a desapacerer. Entre miedo, nostalgia y alegría, Martina asumió la responsabilidad de dar un paso más en su objetivo.

El deseo y la disciplina formaron un gran equipo. Procesar toda la información nos llevó un tiempo, a ella ya mí. Apenas nos acostumbrábamos a la nueva vida cuando recibimos otra noticia: la vocecita quebrada en el teléfono, un papel entre sus manos temblorosas: la selección Argentina Sub 17 la citaba para presentarse a entrenar en el predio de AFA la semana siguiente. “Mamá, no puede ser, no caigo, de chica soñé con esto”.

Martina se levantó antes de dormir. Hacer fiaca un rato después de que sonara el despertador no era posible. Saltaba de la cama y se ponía el equipo de River con el que entrenaría. Yo la ayudaba a preparar el desayuno; el nutricionista decía que su cuerpo era como el motor de un auto, necesitaba suficiente combustible para que funcionara: dos huevos revueltos, una fruta, dos tostadas y un vaso de leche o yogurt. Mitad despierta y mitad dormida, Martina bajaba las escaleras del departamento con el bolso cargo. Yo le guardaba una muda de ropa extra por si llovía, porque el entrenamiento no se suspendía por lluvia. Para llegar al club tomábamos dos colectivos y Durante el viaje cada uno llevaba puesto sus auriculares. Nuestros saludos chocando las manos antes de que ella atraviese el molinete de la puerta de entrada del club, y yo la esperaba tomando un café en la estación de servicio de la esquina. Dentro de la cancha mi hija se movía con la libertad que tal vez yo no supe darle, porque no se utilizó de regular su energía, sino de potenciarla; y pude darme cuenta cuando Martina ya no hacia silencio, sino que termino su jornada de entrenamiento con una sonrisa de pura felicidad.

Hoy, a sus quince años, la hija que rechazó el patín, las acuarelas y la danza, se prepara para jugar la Copa Conmebol en Paraguay con River. Y entrena para competir el ano proximo con la celeste y blanca en los sudamericanos. Aquella camiseta que ella vio por televisión, ahora tarde en su pecho. Igual que el futbol.
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Sofía Leiva dedicado a escribir. Desde muy chica encontré una conexión con la lectura; invented historias y las plasmaba en un cuaderno, o en algunas oportunidades se grababa en un casete para darle voz a sus personajes, y se preguntaba si eso era un juego o una manera de vivir. Estudió psicología colgante dos años y recientemente decidió apostar al mundo de las letras; Durante su proceso en la facultad empezó a escribir poesía, un género que la identificó mucho. Luego se dejó llevar por la narrativa donde explored la escritura de cuentos y relatos en un taller literario; el mismo que la acompaña en el trabajo de su primera novela (apuesta, con el deseo entre manos, a publicarla). Hoy aseguró que la literatura no será un juego de niña, sino una elección de vida.