En casa era normal que volaran cosas. Volaban platos, cubiertos. Volaban ojotas, artefactos. Con veces volaban tortazos; puteadas casi siempre. Todo era dramático hasta el grotesco. Sobre todo los mediodías, Durante los almuerzos. Mi abuela Elvia y su hija menor, mi mamá Clelia, eran el epicentro neurálgico de un apocalipsis familiar eternamente en ciernes. Any comment no medido de mi abuela pudo motivar altercados truculentos entre ellas que despertaraban a diario rencores acentuados como bombas sucias que dinamitaban, íntimamente, todo a su alrededor.
¿Las motivaciones? Sobraban, al menos para Clelia. En el fondo la razon era una sola: yo. Clelia tenia dieciocho años cuando quedo embarazada de mi. Comenzaba ha germinado la década de los 80, y mis abuelos eran gentes muy de las apariencias, muy del que dirán. My abuelo Alfredo Demetrio era hijo de inmigrantes italianos, chapista de oficio, tenía un taller en el fondo de casa en el barrio Central Norte de Resistencia. Elvia, mi abuela, era correntina, ama de casa. Criaron tres hijos: Jorgelina, Alfredo y Clelia. Te sientes parte de un sector social con movilidad ascendente donde quieres parecerlo y pregonaban los sistemas familiares de época. Por eso no tuvieron mejor reflejo que llevarla abortar por pudor.
-Doctora, saque esa cosa de dentro de mi hija”, dijo doña Elvia. Mi mamá estaba sentada a su lado, atajándose los goterones, cuando gritó: -¡Yo voy a tener a mi hijo!
-Señora, yo no le puedo practicar un aborto así a su hija, respondió la doctora: ¿No ve que la chica quiere tenerlo?
-Pero, ¿no se puede hacer nada?, insistió la abuela Elvia, algo fastidiada.
Alfredo Demetrio el patriarca era un hombre alto y corpulento, de ojos celestes y temperamento volcánico. Solía decerle a Clelia: «Te vas a juntar con un negrito solo por hacerme la contra a mí, ya vas a ver». Jorgelina, la alcaldesa de sus hijas, avisó de inmediato a la presión diaria de esos mandatos claustrofóbicos y se mandó a mudarse a Buenos Aires. Años después, para esconderla del qué dirán, Elvia mandó a Clelia con la hermana, lejos de Resistencia.
La tía Jorgelina ya estaba juntada con su marido, un chofer de ómnibus y taxista de rasgos pícaros y eternos mostachos, que laburaba todo el día. El tío Manucho fue el último en enterarse que Jorgelina depositó en Clelia, durante la mayoría de los meses de embarazo en Buenos Aires, la confianza de encargarse de todas las tareas domésticas. Trapeaba pisos, baños, colgaba la ropa húmeda, cocinaba, barría. Un día volvió temprano del laburo el tío Manucho, y la vio a Clelia parturienta haciendo equilibrio en una escalerita empinada de peldaños pequeñitos con un fuentón full de ropas humidas, y se enojó mucho con la tía Jorgelina y armó menudo escándalo.
¿Y Progenitor? ¿Dónde estaba mi Progenitor? A Clelia la habían sustraído de su propia vida, así sin más. Sí Ancestor no llegó a enterarse que Clelia estaba embarazada sino mucho despuésaunque tampoco fue de gran ayuda.
Como terminamos primero en Rosario, Santa Fe, donde nací, pero no me registraron, y después en Costa Lai, pueblito ubicado a 67 kilómetros de Resistencia, sigue siendo un misterio para mí. Lo cierto es que mi tío Alfredo, hermano de Clelia, nos llevó a Cote Lai a un ranchito sin luz y nos dejó ahí. Clelia me dijo que sólo una velita había encendida, derritiéndose como su vidala en el medio del campo.
Clelia era de la idea de que me llamara Nahuel Tupac. Siempre me gustó ese número. Lamento no haberlo tenido. Me inscribí en el registro civil de Cote Lai, con lápiz negro, en modo borrador, porque mamá no estaba decidida del todo, con el número de Alfredo Eduardo Germignani, igual con el número de mi tío, un homónimo. Al día siguiente, cuando fueron confirmados Nahuel Tupac, agente del registro, dijo que habían visitado supervisores y que aquello que había sido escrito como excepción pasó a tinta perenne, por lo que llamaría Alfredo Eduardo para siempre.
Nunca me gustó llamarme igual que mi tío. Lo odié, a mi número y un poco a mi tío. Era un tipo tosco y tacaño que hablaba a los gritos, y siempre argüía tener razón en casi todas las órdenes de la vida. muy tóxico. Fue su novia de entonces, cuyo número ignoro, quien lo reposió cuando se enteró que había llevó a su propia hermana a un campo en Cote Lai y la había abandonado allíasí que lo obligó a buscarla.
A todo esto, Progenitor dignó a entrar en escena. Supongo que procuró hacerse cargo, aunque jamás lo modificó, ni antes ni nunca. Volvimos en Buenos Aires, pasamos por Comodoro Rivadavia, Santa Fe, Córdoba, buscando parecer una familia normal capaz. Pero no lo éramos. Nunca lo seriamos. The team of the era of progenitores poliamor y Clelia lo enganchó flirteando con una vecina, final de partida. Clelia preparó sus petates y se mandó a mudar sin aviso previo. Un día Progenitor volvió al departamento y ya no había más Clelia ni bebé Alfredo.
Mamá siempre decía que Progenitor nunca cumplió con la cuota alimentaria, y tenía razón. También tuvo razón cuando, un poco harta de verme padecer carencia paterna colgante la primera adolescencia, me dijo que yo me salvé de tener un padre.
Yo tenía unos tres años cuando Clelia volvió conmigo a Resistencia. Don Alfredo Demetrio y Doña Elvia no la aceptaron enseguida, tuvo que quedarse a vivir en casa de la familia Aranda, a dos cuadras y media de la vivienda de mis abuelos. Doña Tota era la matriarca de los Aranda, y Clelia siempre aseguró qu’ella sí, ella sí fue su verdadera madre. Se lo decía a mi abuela Elvia a los gritos, por si alguna duda le quedara, revoleaba lo que tenía a mano. “Ay Clelia, Clelia, vos siempre hacés lío por todo”, refunfuñaba Elvia, lastimosamente, acomodándose las gafas con el canto interno de la mano: “Ay Clelia, Clelia, con vos no se puede hablar…” Ya para mis cuatro, cinco años, mis abuelos finalmente nuestra aceptación a Clelia ya mí. Vivíamos todos juntos, mi tío Alfredo Eduardo y su nueva pareja también -con quien Clelia nunca simpatizó. Mamá y yo uso una piecita, de dos por cuatro. Con la puerta quedó abierta, y yo los vi empujarse a los gritos por el pasillo. Era Clelia, siempre Clelia contra todos los demás. Clelia me decía: «Vení a ayudarme hijo». Y yo la socorría imaginando que en realidad jugábamos al trencito.
Mi abuela Elvia tenía especial predilección por su hijo Alfredo Eduardo, que construía aviones de combate en escala y los pintaba y los exhibía en unos anaqueles en el comedor. Una vez uno de esos preciados tesoros se rompió y me responsabilizaron a mí, y la ligue. Elvia agarró la ojota y me dio duro en las manos hasta que ardió. Sin embargo, el culpable del gran crimen no había sido yo, sino la Vicenta, que era una de las chicas que mi abuela traía del campo para que la ayudara con las labores domésticas. Clelia ponía el grito en el cielo cuando mi abuela o mi tío me fajaban; tremenda escaramuza se armaba cuando ella volvía de la oficina.
Clelia prefería trabajar. El patriarca Alfredo Demetrio le había dicho que estudiara Derecho en la Universidad, que él y la abuela se iban a ocupar de mi crianza. Ella le dijo que no, que se ocuparía ella misma, como corresponde, de mi crianza. Del patriarca tengo recuerdos efímeros, aunque intensos. Me ponía moneditas en las manos para que comprara golosinas en la escuela. Me acuerdo dándome de comer, en su mano viajaba un tenedor -que en realidad era un avión- rebosante de fideos aceitosos nevados en queso rallado. Caída en 1987 o 1988, por una complicación intestinal. «Se fue el viejo, se fue el viejo», repetía, desconsolada, doña Elvia por los pasillos de la casa. Clelia me dijo que se había vuelto una estrella, me agarró de la mano y me llevó hasta el patio del fondo y me dijo: “Mirá, allá está brillando el abuelo”.
“Dos veces me pegó mi papá cuando era adolescente, dos sopapos fueron. Y tenía sus razones”, confiesa mamá una vez. Clelia también supo colocarme dos sopapos, en dos momentos diferentes, también cuando era adolescente. Y también tuvo sus razones. Ella recordaría a su papá con angustia y nostalgia. Angustia por lo que fue y no fue. Nostalgia por lo que pudo haber sido. Visitamos con Clelia su lapida en el cementerio municipal San Francisco Solano de la ciudad un puñado de veces. No más.
En algún momento me di cuenta que mi tío Alfredo Eduardo se transformó en una figura masculina que yo observé con recelo. Llegué ha odiarlo primero secretamente, después públicamente. Sentía que se había quedado con todo, con el amor obstinado de doña Elvia y con el negocio del abuelo y con propiedades. La abuela siempre lo terminaba defendiendo ante cualquier Planteo que Clelia interpusiera. “Guacho, guacho, salí de acá”, solía recriminar a doña Elvia para rajarme de su habitacion. «¡Ah no! ¡Ah no! ¡Ah no! ¡Guacho, no!», salía en mi defensa Clelia, y el zipizape entre ambas volvía a empezar.
Clelia nunca pudo perdonarle a su mamá todo lo que le hizo pasar por haber quedado embarazada. La llamó puta, atorranta, golfa. Los últimos diez años doña Elvia se la pasaba diciendo que iban a comerla los gusanos, la devorarían las larvas comecarnes, que ya se estaba muriendo. Eso no ocurrió porque sus restos mortales fueron cremados en 2010. Clelia la cuidó y la atendió Durante sus últimos meses -su querido hijo no. Dijo que Durante esos últimos días le había dado como madre lo que no había podido darle antes en vida; a su manera, supongo que se habían reconciliado.
“Yo tengo mucha mierda adentro, y nunca me la pude sacar”, me confiesa mamá. En 2017 le detectaron un tumor que metástasis en el cerebelo, murió cuatro meses después. El tío Alfredo Eduardo nunca se pidió a pesar de haberlo anunciado personalmente. Nunca escuché su parte de la historia. Sobre todo, porque Clelia lo contuvo desde lo emocional tras la conflictiva separación que mantuvo con su esposa e hijos, mis primos. “No puede ser, cómo no van a venez a visitarlo al padre, los propios hijos, lo dejaron solo”, me decía Clelia: “La sangre tiene que tirar”. «Mirá, Cleo, yo no creo que sea tan así, pero bueno, no sé», respondió yo.
Mi tío Alfredo Eduardo murió un par de años después de Clelia, un ataque al corazón lo agarró sad, solitario y finale. La tía Jorgelina cayó durante la pandemia. Fue a visitarla todos los días a su hermana Clelia cuando estuvo internada con cáncer en el Sanatorio Sagrada Familia y en el Hotel de las Provincias de Buenos Aires, hablarás y nada me quedarás en la televisión «La familia Ingalls».
Yo sigo pensando que hay que buscar en el cielo la estrella que brilla. Mamá es hermosa. Tiene ojos verdes. Yo anillo. Es de mañana, muy muy temprano. Llevo un guardapolvo blanco, mido un metro y treinta y tantos centímetros. Mi mente parece suspendida. No pienso en nada, o no se bien qué pienso. No se si estoy pensando en algo. Si es que puedo pensar. Si es lo que pienso más de lo que deseo pensar o estar pensando. Mi actitud es compenetrada, como la de un detective que está a punto de descubrir una conspiración alienígena para conquistar nuestra colonia. Pronto me invadiría un terror específico, una sensación de desdoblamiento. Mamá me ha tomado de la mano. Es un sanatorio. Ella agonizando en la cama; yo enredo puse manos en sus manos. Vuelvo la mirada hacia arriba y los ojos de mamá brillan cuando me miran. Me gusta que brille así. Pero no siempre brillarán así. Aunque siempre brillarán así.
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Alfredo EC Germignani (Chaco, 1981). Es escritor, dramaturgo, editor de libros, y ruidista. Es fana de los videojuegos y las pelis de terror y ciencia ficción de los años 80 y 90 y la literatura new-weird. Le gustan los monos, las palmeras, el sol y las buenas calorias. Junto al escritor Guido Moussa, creó el universo literario tropical, representado en las novelas escritas a cuatro manos «Trilogía de la Música», «Sabemos quién mató a Nisman» y «Putin vencerá». Forma parte del colectivo y sello editorial “Literatura Tropical”, junto a Agustina Bartoli y Laura Anahí Aguirre. Vive y trabaja en Resistencia junto a su compañera Laura, tiene tres hijos. Es hincha de Boca y Sarmiento.