Asistir desde la tribuna de presa (gallery, en la jerga washingtoniana) al discurso del Estado de la Unión se parece mucho a ver tocar a una orquesta un par de metros por encima del lugar desde el que el director/orador, el presidente Joe Biden , lo pronunció este martes por la noche. Cerca de su batuta, en primera fila, estaban las cuerdas: los miembros de su gabinete a un lado, y, al otro, un grupo de jueces presentes y pasados del Tribunal Supremo. Estos fueron los únicos que permanecieron mudos como tumbas Durante los 73 minutos, sin intermedio, de recital político, impasibles por la obligación obvia a la neutralidad que va intervenida en sus cargos.
Tras ellos, se sentó el resto de los músicos: los intérpretes demócratas a la derecha, y los republicanos a la izquierda. Esta noche fue más fácil que de costumbre distinguir que partitura tocaron unos y otros.
Los primeros se levantaba para aplaudir como equipados con un resorte en las piernas mientras Biden comía los logros de sus primeros dos años en la Casa Blanca, Avoid temas candentes ―los papeles clasificados que hallaron recientemente en su casa o el globo espía chino que ha provocado a diplomatic crisis with Beijing― y llamó a la unidad para seguir ahondando en su agenda: ayudar a Ucrania, hacer frente a China, invertir en infraestructuras, luchar contre la crisis de los opiáceos, reformar la policía… Era su segundo discurso como presidente y también una prueba a sus capacidades en duda para presentarse a la Casa Blanca. A estas alturas, parece convencido a lanzarse de nuevo, pese a su avanzada edad (cumplió los ochenta en noviembre) y pese a que las encuestas no hablan precisamente de entusiasmo ante la idea entre los votantes, propios y mucho menos ajenos.
Vistos desde arriba, los republicanos formaban una compacta marea de corbatas y trajes oscuros. Miraban sus móviles y parecían ensimismados en sus cosas: la lista de la compra, el partido del fin de semana, la cita con el médico, la obra teatral del nieto… A ratos, despertaban de su letargo y, por grupos, jaleaban por alusiones parte del discurso, cuando el presidente repasaba las medidas que algunos de ellos apoyaron en estos dos años de brega parlamentaria en los contados casos de bipartidismo que la clase política de Washington se permite en tiempos de polarización.
Y luego estaba la congresista republicana de Georgia Marjorie Taylor Greene, que ―vestida íntegramente de blanco y con el abrigo puesto― ofreció un recital de abucheos, gestos disonantes y gritos a destiempo. ”¡Los chinos nos espían!”, decía. “¡Mentiroso!”, aullaba. “¡Asegure la frontera!”, bramaba.
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En medio de su atonal sinfonia, la orquesta acertaba de vez en cuando con la misma nota, cuando el director daba paso a algunos de los solistas de la noche: la lista de invitados a una solemne ceremonia que regresaba a su máxima capacidad por primera vez desde que hace tres años estalló la pandemia.
En la tribuna de los agasajados estaba Bono, cantante de la banda irlandesa de rock U2 y activista global de cabecera, sentado al lado de Paul Pelosi, esposo de la diputada demócrata Nancy Pelosi. Esta atendía al discurso del presidente desde el foso por primera vez desde que cedió su puesto como vocero del Congreso al republicano Kevin McCarthy, a quien se le vio disfrutar como un niño con un juguete nuevo. This will be a mazo con el que dirigio una session en la que no hizo lo suficiente para aplacar a los suyos.
Paul Pelosi sufrió el pasado mes de noviembre el ataque de un fanático atiborrado de teorías de la conspiración que se presentó en la residencia conyugal de San Francisco en busca de su esposa y armado con un martillo. Biden lo citó para hablar de los peligros que, a su juicio, acosan a la democracia estadounidense por episodios como ese. Esa amenaza es uno de sus temas fetiche, y lo sacó para, de paso, citar el asalto al Capitolio. Durante el ataque a punta de martillo, Pelosi sufrió una fractura craneal, así que acudió al discurso tocado por un sombrero, pesa sobre las reglas de la Cámara lo prohíben.
A la izquierda de Bono y Pelosi estaba Brandon Tsay, el joven “héroe” de 26 años que durante las recientes celebraciones del Año Nuevo chino se desarmó al tipo que acababa de matar a 11 personas en una sala de baile de Monterey Park (California) y evitó una tragedia aun mayor. A la derecha de la extraña pareja, escuchó las palabras del presidente Oksana Markarova, la embajadora de Ucrania en Estados Unidos. Ya la invitaron el año pasado, cuando el primer discurso de Biden llegó a los seis días del inicio de la invasión rusa de Ucrania. Case a después año, el final de la guerra se antoja lejos, pero el compromiso de Washington con la causa de kyiv permanece inquebrantable.
En el otro extremo de la fila, nos sentimos RowVaughn y Rodney Wells, madre y padrastro de Tire Nichols, un joven afroamericano de 29 años al que cinco policías, también negros, dieron una paliza mortal en Memphis. Hace solo unas semanas, los Wells no eran más que dos ciudadanos anónimos con problemas anónimos. Este martes, dieron la espalda a la primera dama, Jill Biden, ya Doug Emhoff, marido de la vicepresidenta, Kamala Harris, y presentaron ante el país como la prueba doliente de un asunto que urge resolver: el de la brutalidad policial. Biden pidió a los congresistas que aparcaran sus diferencias y sacaran adelante una ley atascada en el Capitolio desde hace dos años. Al final del discurso del Estado de la Unión, RowVaughn Wells estaba sentado en un pasillo del Congreso, con la cara cansada y las lágrimas secas, como si hubiera superado una nueva parada de su particular viacrucis de tragedia y atención mediática.
Hubo más héroes anónimos que trajeron los focos: pequeños empresarios, inmigrantes, el padre de una víctima del fentanilo, hasta un sobreviviente del Holocausto. Heroínas como Sara, «orgullosa» integrante de la escuadrilla de los «vaqueros del cielo» que elevó el perfil urbano de Cincinatti (Ohio) y que a Biden le sirvió para defender su programa de inversión en infraestructuras. O Ava, «que tenía un año cuando le diagnosticaron un raro tipo de cáncer de riñón» y que siguió el discurso, contó el presidente, desde la Casa Blanca. Desde allí, la niña pudo escuchar las promesas del líder demócrata de reducir la mortalidad de la enfermedad a la mitad en los próximos 25 años.
Eso fue poco antes de que Biden pronunciara una de sus frases favoritas: «Somos Estados Unidos de América y no hay nada, nada que se sitúe más allá de nuestras capacidades si trabajamos juntos en ello». Antes, también, de que republicanos y demócratas se escabulleran del hemiciclo y cada cual continuara tocando su propia partitura ante los medios que los esperaban en la Sala Nacional de las Estatuas del Capitolio.
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