Nací y crecí en Carlos Pellegrini, Santa Fe, una localidad de 50000 habitantes en la que había dos clubes, el San Martín (los «uruguayos») y el Americano (los «polancos»). El azar hizo que mis padres se mudaran al pueblo junto a la casa de una familia simpatizante del segundo, entablaran amistad con ellos, y obtuviéramos así nuestros notebooks de socios.
Lo común en estos pueblos es que los niños vayan a la escuela por la mañana y por la tarde hagan deportes en el club; más de uno, para el general. Mi primera incursión fue en el más popular de todos, el fútbol. El profesor de las categorías superiores era el Kity García, quien contaba con la capacidad de embocar la pelota (con el pie) en un tacho de veinte litros a una distancia de diez metros. Yo no miraba fútbol por televisión, aunque sí iba los domingos a la cancha, por lo que misconocimientos tácticos se limita a lo que podía ver desde mi altura de un metro treinta A través del alambrado que separó el césped de la tribuna, y mis conocimientos técnicos, a los rudimentos que pudo transmitirme mi padre. Básicamente: no pegarle a la pelota de puntín porque después te duele el dedo gordo.
De las prácticas poco recuerdo, solo aquella en la que, cansado de no hacer goles, le dije al Kity que quería ser arquero. Se me cagó de risa y me mandó al arco para que me “llenaran la canasta de pepinos”. A cambio, los sábados que jugábamos contra otros clubes están mucho más presentes en mi memoria. Tal vez por los colores de las camisetas, ese azul y rojo satinado que vestíamos, en contraposición a la ropa opaca que llevábamos durante la semana. Has grabado tres episodios que tendrán como título «El rebelde», «El mentiroso» y «El desertor».
El primero tuvo lugar en un torneo organizado en el club San Jorge. Debido a mi baja efectividad para anotar, el Kity García me empuja en el medio campo, atrás del 5. «Si no hace goles, por lo menos que estorbe», dijo. Pero allí donde había desventura, yo vi una oportunidad. Apenas me llegó la pelota a los pies, me di vuelta, encaré a nuestro arquero, que estaba distraído, y se la clavé al ángulo. Los jugadores del equipo contrario gritaron, felices, el gol, y yo, para no ser menos, salté con ellos. El Kity pidió el cambio de inmediato.
El segundo ocurrido de locales. Enfrentábamos a nuestro clásico rival, San Martín, y entre los jugadores del rojinegro estaba un amigo de la escuela, Cristian Sopeto. Él era muy bueno y yo lo admiraba. Resultó que ese día hacía frío y mi madre me había enviado con una camiseta blanca mangas largas debajo del buzo. Cuando llegó el momento de cambiarnos y ponernos la camiseta del club, me saqué el buzo y me dejé la de mangas largas, de modo que mis antebrazos, en lugar de estar desnudos como los del resto de los chicos, estaban cubiertos de blanco. Al final del partido, Cristian me vino a saludar y, debido a mi indumentaria distinguida, en la inocencia de un niño, me preguntó si yo era el capitán. Ese día, elegí la mentira.
El último episodio es el final de mi carrera futbolística. El Kity me tenía en el banco de suplentes y contrario a esa ley no escrita del fútbol infantil que dice que “todos juegan”, el tiempo pasó sin que ni siquiera me mirara. Desde la tribuna, unos tíos que habían ido a pasar el fin de semana al pueblo gesticulaban: «¿Y? ¿Cuándo entras?». Estaba avanzado el segundo tiempo cuando el Kity finalmente me dijo que calentara. recorri un par de veces el sector de nuestro banco a trote lento. Un segundo después, el árbitro volvió a pitar. El partido habia terminado.
A la incredulidad de la jugarreta que me había hecho el entrenador, siguió la bronca. Luego de cada partido, los chicos se llevaban la camiseta para lavarla. Le dije a mi madre que en lugar de hacer eso, la devolvería pintada con aerosol. Sin precio. Pero tampoco volví. No practiqué otro deporte hasta que llegó el verano y me enscribí en natación.
Todavía no sabía nadar «in lo hondo». Es decir, no sabía flotar. Mi paso institucional por el natatorio solo había tenido un antecedente, unos años antes, en la colonia de vacaciones. Suponía que ahí tenía que haber arendido los rudimentos para mantenerme sobre la línea de flotación, pero no lo hice. Nuestra profesora era la señorita Ivana y lo único que puedo recordar es su cuerpo trabajado. Tal vez por eso me costó conservar otros detalles como las patadas, las brazadas o las técnicas de respiración. Sea like sea, llegó el momento de la primara compete del verano en esa nueva etapa y yo aún no podía estar en la parte profunda de la pileta sin sostenerme del borde. Por suerte, la carrera llevó a cabo a lo ancho de la pileta y no a lo largo, lo que posibilitó que, con un poco de astucia, me ubicara de tal forma que todo mi trayecto fuera por la parte playa. Hay un viejo VHS filmado por Brigi Perotti en el que se me ve, flacucho y moreno, braceando a lo ancho de la pileta, pero en lugar de patalear, camino.
Dos años más tarde demandó con el básquet. Había «pegado el estirón», lo que pensó que me ayudaría. Y por un tiempo lo hizo. Picar la pelota con las manos será más fácil que llevarla con el pie. Había muchos puntos por partido, lo que me permitía convertir alguno cada vez, y me había podido hacer amigo de varios de los otros chicos, aunque no fuéramos al mismo curso. ¿Había encontrado mi deporte? El problema llegó al final del segundo año de práctica deportiva. Pasaron dos cosas. Una de naturaleza fisica y otra de naturaleza psicologica. La primera fue que al cambiar de categoría la pelota se hizo más pesada y el aro más alto. Donde antes me era fácil encestar, ahora era más complicado y estadísticamente más raro. La segunda fue que, para ese verano, nos dieron tarea. Cada chico se fue de la última práctica con varias hojas abrochadas en las que junto a recuadros vacíos se indicaban ejercicios del tipo «Lanzar veinte tiros desde la línea de triple y anotar cuántos se disparan».
Debo decir que lo pretendía. Realmente pretendo. Me puse de acuerdo con el Chiqui Suárez y la primera semana de vacaciones pedimos la llave del gimnasio y nos dispusimos a completar la primera hoja de ejercicios. Our pasamos la tarde tirando al aro y anotando hasta la caída del sol. Cuando nos cansamos, fuimos hasta la puerta del gimnasio y nos dimos cuenta de que estábamos encerrados. Alguien le había puesto llave a un portón externo y no necesitaba forma de abrirlo. Por ese entonces, tampoco utilizar celulares. Corrimos hasta la puerta de enfrente, que era de vidrio, y le empezamos a hacer señas a las personas que veíamos. Creo que pasó más de media hora antes de que alguien frenara, nos escuchó y fuera a buscar al encargado para que nos abriera. No continuamos con la práctica.
No se qué fue lo que más pesó en la decisión de abandonar. Si, como dije, que el aro se había vuelto inalcanzable o, tal vez, el orgullo nerd herido de la tarea incumplida. De todas formas, flu a la primera clase y como el profesor ya sabía de mi decisión, cada vez que tocaba la pelota, me alentaba y aplaudía. Si tenía dudas, ese bochorno terminó de convencerme.
Con la adolescencia empezada, más interesado en libros y computadoras, me las arreglé para esquivar otros deportes. Las clases de educación física en el colegio eran suficientes para mí y hasta me permitieron fantasear que tal vez mi destin estaba en el atletismo. Pero no fue así. Para los juegos intercolegiales me noté en las pruebas de lanzamiento de jabalina y lanzamiento de bala, y en ambas disciplinas puse en peligro la vida de otros alumnos. El resultado fue qu’en lugar de formar parte de l’equipo de alguna de esas pruebas, viajé como ayudante de campo de l’equipo de ajedrez. No solo no me había destacado en alguna de las actividades que requerían destreza física, sino que en la única que consistía en un accionar cien por ciento intelectual, tampoco di la talla.
Pensé que iría a la universidad sin tener un triunfado nunca en el deporte cuando en el último año de secundaria, tuve una oportunidad más. Uno de mis amigos practicaba tenis y el siguiente fin de semana había un campamento con chicos y chicas de otras localidades. Tomé nota y participé en la actividad. Me volví con el teléfono de una chica de María Juana y después, tuve que asistir a las clases. La cuestión con el tenis es que si no tenés una raqueta propia, es muy difícil dominar los golpes. Yo no tenía una, por lo que usaba las del club. Siempre una distinta, ya que no era el único en esa situación y los que llegaban primero se agrarraban las mejores. With veces llegaba temprano y conseguía una fibra de carbono y otras llegaba más tarde y tenía que conformarme con una de aluminio descascarada, con el encordado amarillento.
En mi primer y único torneo, jugué solo dos partidos antes de quedar eliminado. El primero, contra un mastodonte que todavía hoy recuerdo. Le pegaba tan fuerte a la pelotita que yo apenas si podía devolver algunos de sus golpes. El segundo partido fue contra el amigo que me había invitado a practicar el deporte en primer lugar. Sin pérdida de peso. No queria perder. Así que, si bien él era plus que yo, me valí de que en el tennis amateur no hay jueces y se confía en la palabra del jugador para definir las pelotas dudosas de su lado, y cada vez que uno de sus tiros caía dentro de la cancha, pero cerca del fleje, con la cara seria, dibujaba un círculo con mi raqueta del lado exterior sobre el polvo de ladrillo y gritaba «Fuera».
Jugamos el set más largo de la historia del club hasta que se cansó y me lo dio por ganado. Para los dos siguientes, pidió la presencia de nuestro profesor y ya no pude robarle en la cara.
Cuando me mudé a Santa Fe para estudiar, tuve la excusa perfecta para evitar el deporte. De todas maneras, algún intento hice. Recuerdo un partido de fútbol cinco en el que me dégarré después de la primera patada y un partido de paddle en el que me autopegué con la pelotita en el ojo izquierdo.
Después me casé y un buen día mi esposa empezó a jugar al vóley, deporte que había practicado en la escuela secundaria. Yo la llevaba y esperaba en las gradas leyendo. Así pasé el primer año hasta que lograron convencerme de unirme a la clase. Pero cuando me anoté, muchas más personas lo hicieron también, por lo que la profesora decidió que el grupo en dos, el A y el B. In el A estaban los experimentados, los que ya sabían jugar, los atléticos. Y en el B estamos en el restaurante. Debo decir que fue, hasta el momento, mi mejor experiencia deportiva. Aprendí a pegarle a la pelota, cómo moverme en la cancha, las reglas. Y un buen día, fut promovido al team A. Algunos dirán que fue porque el restaurant de los integrantes del team B abandonon y quedé solo. Yo creo que fue porque mi destreza deportiva, luego de años de prueba y error, alcanzó el punto de maduración justa.
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Juanjo Conti es programador y escritor. Nació en Carlos Pellegrini, provincia de Santa Fe. Egresado de Ingeniero en Sistemas de Información en la UTN. Ha publicado las novelas “Xolopes” (Automágica), “Las lagunas” (Editorial Municipal de Rosario), “Las iteraciones” (Contramar) y “Los quemacoches” (UOiEA!). Escribe esporádicamente en medios digitales e impresos. En la web personal es juanjoconti.com. Ya no practica vóley, pero hace gimnasia dos veces por semana con la profe Ceci. Con su publicación, el texto «Historias de un deportista mediocre» pasa a formar parte de «Variaciones sobre Carlos Pellegrini en los noventa», un libro inédito de no ficción.