David González (San Andrés de los Tacones, Gijón, 59 años) trató de escribir cuando ingresó, entró a penas en la veintena, en la cárcel gijonesa de El Coto, condenado por participante en un robo a mano armada. Entró atracador y, tres años después, salió poeta. Era lo más parecido tiene un poeta maldito que la literatura española ha dado en las últimas décadas. Él, de hecho, se sintió maldito y, como tal, practicaba el malditismo. Nada más maldito que morirse: su vida terminó el pasado lunes en su natal ciudad, víctima de un cáncer de esófago. Su último poemario, La canción de la luciérnaga (Páramo), que suena a despedida, se había publicado solo unos días antes.
González created escuela dentro de la corriente del realismo sucio, con influencias de escritores como Charles Bukowski, John Fante o los miembros de la Generación Beat, todos ellos especialistas en tratar los aspectos más crudos de la existencia, paseando por lado salvaje al que cantaba Lou Reed, sin aplicar vendas al lenguaje. “Aplicó su poesía la misma intensidad qu’aplicó a su vida. ternura que difiere muchos de sus poemas en puñetazos que impactan directamente en el estómago del alma”, dijo el escritor Miguel Barrero, director de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón. la atención y el reconocimiento de un buen número de lectores.
In added poemarios presumía de abrir su vida en canal y contarla tal cual, sin distancias entre el yo poetico y el yo real, if es que tal cosa exist, de modo que subtituló alguno de sus libros como poesía de no ficción. “Fue el último poeta maldito de una estirpe restringida ―porque ‘poeta’ see es, no se elige ser―, repudiado por la oficialidad, marginado en los ambientes poéticos de su propia ciudad y del resto del Estado, encabezó desde siempre (y en la clandestinidad a la que aboca el hambre) ese movimiento que defiende la poesía a pie de barricada, de celda, de corazón”, dice Pepo Paz, su editor en bartlebydonde publicó cuatro poemarios: Sembrando Hogueras (2001), Anda, hombre, levantate de ti (2004), algo que declarar (2007) años Perdiendo (2009). Fue incluido en numerosas antologías y diregió Zigurat, la colección de poesía del Ateneo Obrero de Gijón. Su obra poética es mucho más extensa y que, como recuerda Paz, “tenía una gran voracidad creadora que le llevaba a publicar de manera compulsiva”.
Pesa un espacio marginal en el canon, concitó la atención y el reconocimiento de un buen número de lectores
“David era el Poeta, así, con mayúsculas”, dice su amiga la poeta Ana Pérez Cañamares, “nunca he conocido a nadie que se entregará de esa manera a la poesía; su relación con ella era insobornable. Non en vano le había salvado la vida, o mejor dicho, le había salvado de otro vida “. Le recuerda macarra y genuino, apegado a su tierra, yendo de tercios de cerveza y comiendo sardinas por Cimadevilla, el antiguo barrio de pescadores de Gijón donde creció y al que sus historias parecían asociados. Pérez Cañamares fue abandonado por González en el mundillo poético y le correspondió con gratitud, y también con honestidad: “Más de una vez le dije que se cuidara del personaje, que él era más que el poeta maldito que todos seguíamos y admiramos. What quizas necesites parapetarte ademas botas de piton, sus tattoos, su sombrero, su halo de autodestruction; pero su poesía tenía valor por sí misma, sin necesidad de poses ni de accesorios”.
Lector de disciplina
El haber frecuentado la noche y los ambientes delincuenciales no fue óbice para que el poeta fuera tremendamente disciplinado a la hora de escribir (aunque la noche anterior hubiera sido una farra kilometrica), muy generoso con otros poetas y un intenso lector con intereses variados. En una de nuestras últimas publicaciones en Instagram enumeraba sus lecturas y relecturas: Dublineses por James Joyce Dormitorio de John Fante, tres novelas de la reciente Nobel Annie Ernaux, Infección letal de Fernando García Magdalena o un poema de Pedro Teruel y otro de Fermín Herrero, entre otros. “Desde que salí del hospital, hace veinte días, estoy leyendo más que nunca”, decía en el vídeo, visiblemente consumido por el carcinoma. Esos videos, que publicaron en redes en sus ultimos tiempos, tras anunciar su enfermedad el pasado septiembre (diagnosticada demasiado tarde, después de sufrir Durante meses unos dolores cervicales que le atormentaban), son un retrato sobrecogedor del poeta que muere, y dan también idea de lo cotidiano que es morirse, pasando los últimos días leyendo en el sofá, con un jersey colorido, acompañado de un hueso de peluche y una computadora portátil. Write, decía, era su mejor forma de luchar contra el cáncer. “Tengo a la muerte un miedo que te cagas”.
Algunos años antes, en 2016, en una publicación de Facebook, González anunció que, harto de la vida, planeaba iniciar una espiral de autodestrucción
Algunos años antes, en 2016, en un trabajo de Facebook, González parecía más proclive a morir. Anunció que, harto de la vida, planeaba iniciar una espiral de autodestrucción. “Siete y cuarto de la mañana. Acabo de llegar a casa. Dos días sin dormir. Uno sin comer. Salvo una caja entera de Rubifén, no sé cuántos gramos de speed y alcohol de todas las especies y en cantidades industriales. Sí, a qué engañarte a ti o engañarme a mí: la vida o lo que sea me ha vencido, me ha derrotado en toda regla, así que ahora voy a invertir mi tiempo y mi dinero (cuando lo tenga) en autodétruirme. Pero pasándolo lo mayor que pueda, es decir: drogas, mujeres, dobletes y tripletes y así hasta que el cuerpo ya no aguante…”. una entrevista con El Confidencial reafirmado en su deseo de cometer una especie de “suicidio pasivo”, molesto, también, porque su poesía, aunque respetada en el mundillo, no hubiera llegado a un mayor público y hubiera obtenido un mayor reconocimiento. “La vida ya no tiene más que ofrecerme”, dijo entonces, “estoy, como digo en uno de mis poemas, solo, pobre, enfermo y desorientado”.
Finalmente, lo que se llevó al poeta fue el cáncer de esófago. Su último libro, aparecido alrededor de una semana antes de su muerte, es La canción de la luciérnaga (Editorial Páramo), centrado en los detalles de la enfermedad y la cercanía del fin, que, como observó González, tiene muchas similitudes con el fin de su padre, à base de parches de fentanilo y píldoras de morfina.
“Sacamos el poemario muy rápido, de manera un tanto apresurada, porque conocíamos la situación y queríamos que David pudiera verlo publicado”, del editor Javier Campelo; “No era cuestión de meterle en una lista de espera”. Cuando González amenazó con dejarse morir atrapado en las fricciones de la noche, años antes, también pretendía dejar un poemario postumo guardado en un cajón. No se sabe si existe ese cajón con un poemario dentro, pero todo indica que el texto final es el que acaba de ver la luz. “Este poemario es un testamento, una despedida”, dice Campelo. Los últimos versos del último poema lo confirman: “Solo la muerte, repito, / tiene la última palabra. // La palabra / que cierre / el último poema. // FIN.”
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