En cada encuentro lo volvemos a lograr. Eso pienso cuando me quedo solo luego de dar un taller. Es un prodigio ayudar a que otros logren contar historias. Revela la vida y sensibilidad que tienen los personajes de los cuentos. El aprendizaje no tiene solo que ver con expresarnos sino también con profesionalizarnos y ser conscientes del arte que habita nuestro cuerpo, pensamiento y palabra. Cada uno tiene su propia ventana para decir aquello que ve. A los talleres vienen a estudiar personas con diferentes búsquedas: narrar en escenarios, en espacios de ayuda social, escuelas o contar a hijos y nietos. No vienen tiene un curso de tiempo determinado. Se aborda con libertad, pero se demande exploración del material y seriedad a la hora de contar.
Narrar es un pacto diario porque tanto la vida como un cuento narrado están hechos de una experiencia que ocurre en tiempo presente. Ayudar ha entendido que este arte es mi pasión: la gran posibilidad de convertir nuestro teatro en un rodamiento Porque un narrator de cuentos realiza todas las tareas: desde el imaginario de abrir el telón, encender la luz, contar el cuento siendo narrador neutro y, a la vez, todos los actores. Eso somos sin ningún artificio ni decorado. Solo la palabra, el gesto y el ademan.
En una función de historias, durante esta hora, lo real queda afuera. Allí habitamos lugares imaginarios, miradas de afecto y cuidado hacia todos los oyentes. Luego nos despedimos y volvemos a otra realidad. Pero el pacto se renueva una y otra vez. Volvemos a encontrarnos bajo la sombra de un árbol; en un bar; una casa ; un teatro o en cualquier refugio cálido. Solo necesitamos palabras, respeto y ternura. Eso que no encontramos en otro lado. La palabra de alieno que falta en el trabajo o en el hogar, with times. Y la encontramos en un taller o en una función de cuentos. Por eso en África se dice que con ternura podemos hacer pasar a una vaca por una puerta pequeña.
La gente no conoce su potencial a la hora de transmitir una historia. Podemos estar cerca de los personajes sin hacer juicio de valor, comprisiéndolos. Hablar de ellos con naturalidad, contar lo que les ha pasado como si habláramos de nosotros mismos. Esa es mi tarea: ayudar a ver a través de los personajes y contar nuestra propia vida. No estamos solos. Frankenstein, King Kong y El fantasma de la Ópera sus clásicos irrefutables porque hablan del monstruo que nos habita. Somos todos los que a veces necesitamos un poco de ternura. Por eso cuando me pregunto por qué comenzar a narrar, contando algo de mi propia historia encuentro la respuesta.
Una recurrente evocación me lleva a los años sesenta, cuando siendo aún un niño sentaba en el umbral de mi casa para ver pasar los autos en ambas direcciones. Eran coches grandes de color negro y algunos taxis. Como un juego contaba los que iban de un lado hacia otro. Aunque era hijo único no me sentí solo porque a mi lado estaba Pepino, mi payaso de plástico. Hablaba con él como si hablara con mi mejor amigo. Adentro, en esa casa, que era parte de un conventillo, mi madre amasaba ñoquis y se oía golpe tras golpe el martillo de papá que era carpintero.
Sentía una gran angustia. Algo que me cerraba la garganta. Algo que no podía escuchar ni contar. Una mezcla de verguenza y miedo porque mi padre tenia edad de abuelo y mi madre casi no caminaba. No podía dejar de pensar cuánto tiempo más los iba a tener físicamente. Así crecí y así me siento todavía: a huérfano buscando marquillas de cigarrillos en las veredas de entonces.
En mi casa no había televisión. Había un amor inmenso, eso sí. Silencios y miradas cargadas de ternura. Mi madre con su painita de carey, el reuma y todos los dolores del mundo. Mi padre con sus manos grandes y las uñas amarillas por el cigarrillo. Tampoco tenía libros. Mis padres apenas habían terminado la escuela primaria pero curiosamente tenían, los dos, una letra preciosa. Escritor con dedicación como si cada uno cumpliera con la tarea encomendada de crear palabras. Mamá Aída, hacía una letra redonda y gorda como ella. Mi padre una letra delgada y alargada, inclinada como él. Los dos tenian la sabiduria de quien transita la vida con la simpleza de lo cotidiano. No había en ellos ni siquiera una mueca de resentimiento, al contrario, no él volvió a ver en otros rostros una mirada tan ingenua y clara.
Cuando cumlí doce años, empezó a procurarme libros con avidez. Me da la música: conciertos, música de cámara, ragas de la India. Esta era mi compañía en el pequeño cuarto que podía construir en cualquiera que huyera un porche un poco más grande al principio de los tres vivíamos en la misma habitación. Todavía se conserva una carta amarillenta que dice: «Don Carlos Díaz cede una pieza a don Enrique Parcet a cambio de la limpieza de los pasillos de la casona y de la vereda». De ese modo mi padre se convirtió en una especie de encargado del conventillo.
Así huía creciendo, con Pepino, soldaditos de plástico y otros de papel que dibujaba y luego recortaba para agrandar la tropa. Los cómics y los libros que releía continuamente. Tenía, también, una pasión que todavía conservo: el ajedrez. Era un pibe feliz en un mundo diseñado por mí ya mi medida. Valoraba lo poco que tenía y veneraba el amor de mis viejos. Encontraba en la vida un gran sentido a pesar de todo. Luego cursé la secundaria y hasta ahí llegué. Tuve que trabajar para sostener aquel universo de padres que se desarmaba. Don Vairoletti, el carnicero, le dio a mi papá un lugar para que pusiera una verdulería a cambio, otra vez, de que se hizo cargo de las tareas de limpieza. Cuando mi viejo se fermó tuve que ocuparme de la verdulería. Llevar pedidos y limpiar. ¡Pasen y vean señoras y señores! Como un anunciante de circo, megafono en mano: la vida continuaba.
Una mañana mi madre golpeó la pared que dividía su cuarto con el mío. Ella estaba postrada. Fui a ver qué pasaba y me dijo que papá había ido al hospital. Corrí a verlo: estaba mal, lo hizó pasar porque me quejé, él no hablaba, estaba entregado. Después me trajeron los zapatos de mi viejo. “Tenés que firmar”, dijeron. «Hay que operar de urgencia». Creo que en ese momento me hice hombre de repente. Pasaron muchas horas hasta que salio de la operacion y pude ir a ver a mi madre. Papá está bien, mamá, quedate tranquila.
A los veintidós años trabajó de vidrierista, tarea que nunca dejé de hacer, aunque tuviera otras ocupaciones. En este tiempo yo solía vivir en la compra de un departamento, used to comprado un Falcon y quería comprarme un Torino de dos puertas, pero en aquel entonces pensaba que no iba a poder llevar a pasear a mi vieja, que tenía que arrastrar las piernas para caminar. El día que me compré el auto, ella dejo de caminar para siempre.
Hasta que lo que tuvo que suceder, sucedió: mis padres nacieron.
Mamá en la ambulancia no acertaba acomodarse la panneta. «Cuidá a papá», me decía. Abracé con infinito amor a mi viejo que estaba desconcertado frente al cajón. Recuerdo has a police that se quitó la gorra cuando pasó el coche que llevaba a mi madre. Un hijo del mundo, que sé yo. Jamás pude olvidar eso.
Cuando mi padre quedó solo se entristeció mucho. Los domingos me esperaban al mediodía de pibe en aquel umbral donde yo me sentaba de pibe. Ahora era el que estaba desprotegido. Íbamos a comer a una parrilla con mi mujer y mis hijos. Ese era su momento, estaba feliz. Yo me decía, aguanta viejo, aguanta. Pero un día, también se fue. Don Enrique, el hombre que siempre amó a mi mamá. En aquel entonces yo tenía un gimnasio. El funeral cortejo fue circense. Al auto que llevaba el ataúd lo acompañaba un Jeep rojo con patonas y faros de yodo. Mis amigos musculosos lo escoltaban en moto. Mi padre no hubiera imaginado nunca un cortejo así.
A los treinta años perdí todo. Se vino abajo el techo del gimnasio. Perdí el auto y los ahorros en su remodelación. Un amigo arquitecto me ayudó a arreglar el local. Al departamento lo había malvendido para pagar el fondo de comercio y ahora ni eso me queda. Cuando terminamos de pintar el lugar remodelado les pedí a mis amigos que me dejaran solo. Me recosté en el piso junto a mi ovejero, el viejo Thor, y me quedé dormido. Me desperté llorando pensando que otra vez había logrado rehacerme, devuelve un comezar. Mi perro me miraba sin moverme, casi sin respirar, como si no quisiera romper el silencio. Esos ojos me siguen atravesando en los sueños. Luego vino una época de trabajo y prosperidad hasta que por distintas circunstancias tuve que cerrar el gimnasio y seguí trabajando de vidrierista. Un oficio noble con el que tengo hasta hoy tres generaciones de clientes.
Así la vida, en 1986, entre irreparables pérdidas y algunas celebraciones, escuché en la mezquita a mi imán Zanati Abdullah Zanati contar historias del islam, su calmed al contar hacía que pareciera que todo estaba sucediendo en ese momento y quedé fascinado. Desde entonces empezó a leer ya escuchar historias de tradición oral. En el 2000, conocí cuenta con un narrador de culto y escenarios profundos: Juan Marcial Moreno. Mi único maestro. Su voz está siempre presente en cada cuento y en cada acto. Empecé a narrar y después de un tiempo a convertirme en un tallerista de Narración Oral. Hace más de veinte años que doy talleres de oridad. Aprendí a escuchar poner compañeros. Y también reconocer vidas a través de las historias. Hablar de quienes habitan los cuentos con espontaneidad, contar lo que les ha pasado como conté, unos párrafos antes, mi propia historia.
La narración pasó a ser parte fundamental de mi existencia. Habito paisajes a los que físicamente no puedo llegar. Entro en los hogares, huelo el pan que se cuece en las cocinas, escucho el llanto de un niño. La opulencia y la pobreza. Las alfombras y lámparas de la casa de Simbad o la humedad de las casas abandonadas. Contemplo los ríos cristalinos del Paraíso y sufro la sed que devora a los pueblos. En este gran contraste puedo contemplar, sin apasionarme, los diseños del Creador. Entonces encuentro en este tejido mi propio pasado. Esa madeja que tuve que devanar una y otra vez para hacer mi propio muñeco de lana con corazon y ojos para contemplar y aprender. Con escucha y empatía. Todos los podemos. Aprendió lo indescriptible de la gente que me montaba. Y de la gente lejana, esa magia no revelada. Aquello que guardan y que surgirá en el momento justo.
Mi trabajo de contar historias funda mundos nuevos, renovables, resistentes. Trato de transmitir esa esperanza para no estar solo, no para enseñar. Porque este maravilloso trabajo es un gran carro al que todos podemos someternos. Extend la mano abierta para que alguien pueda tomarse y no olvidar a los quedan en el camino. Volver una y otra vez por ellos. Al fin, ¿quién no necesita ser querido?
La vida no es posible sin los otros, porque como dice el proverbio árabe: “Una sola mano no puede aplaudir”.
Gratitud es el sentimiento con el que amanezco cada dia. Gratitud por la simpleza de lo cotidiano que forjó este hombre que soy hoy. Gracias mamá por bordarme la bolsita del colegio. Gracias papá por el barco de madera que me hiciste con tus manos venosas. Aquí estoy, respirando mis pasos, sí, respirándolos. Valorando cada movimiento, cada encuentro y cada descubrimiento.
Un día, en África, frente al mar, me preguntó: ¿qué dirían mis viejos si me vieran ahora? En ese momento supe que me había convertido en el artesano de mi propia vida. Casi tan artesano como la tierra con una flor.
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Mi nombre es Pedro Parcet, vivo en Buenos Aires, soy narrador oral y director y doy talleres donde enseño algo tan humano como compartir historias. Intento hacerlo de una manera que emocione y genere empatía. Trato de encontrar un sentido más humano, profundo y cultural a nuestras experiencias y al arte de compartirlas. Narro todo tipo de cuentos: de autor, de tradición oral, leyendas y otros. Pero, quizás, podría decir que me especializo en cuentos de las culturas africana, gitana y asiatica. Fundó mi propia escuela ESSENNA (Escuela Sensible de Narración oral).