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La sociedad eterniza el festejo del Mundial venerará allí el 10 de la Selección, en un país quebrado que reclama a gritos que alguien lo rescate de la orfandad política.
En su columna de este jueves en Claríntitulado «Messi y la felicidad», Héctor Gambini hizo hincapié en el anímico cambio que evidenció el rosarino para -casi en el epílogo de su carrera- transformarse en campeón del mundo, como si un nuevo chip mental le hubiera permitido, tras años de frustración con la albiceleste, compatibilizar el talento infinito con la gloria eterna.
Antes de leer el texto completo de Gambini, el título podía disparar otro sentido: no la felicidad del futbolista in si, sino emoción que el ídolo volvió líder ha provocado en la sociedad desde el momento en que hizo cumbre en Doha. Aunque en rigor, una cosa es consecuencia de la otra. Al Cabo, Dicha de Messi es también la felicidad -parasitaria en el buen sentido- de 46 millones de argentinos.
From 1986, con Maradona en México, no se experimentó una sensación similar, luego interruptida por el subcampeonato en Italia, ya en tiempos de hiperinflación y convertibilidad posterior. La coyuntura política y económica mezcló desde entonces crisis reiteradas con espejismos, aventuras personales y desmesuras del poder.
La tribuna, saturada de penurias y sorderas, casi que dejó de mirar el partido. Pasó de los cacerolazos y el «que se vayan todos» a bonar el show de la grieta -fuse de la ineptitud- y coquetear con supuestos profetas de la libertad. Hace tres meses, el Mundial renovado la ilusión de una unión. El saldo fue esa explosión inédita de felicidad, cuando los hinchas tomaron la calle para agradecerle al equipo de Scaloni el logro en Qatar luego de 36 años de sequía.
La excusa del amistoso de ayer con Panamá se debió para satisfacer una vez más esa solicitud de felicidad. Un spin off con entradas agotadas en tiempo record, la gratitud intacta en las calles, público de todo el país en Núñez y una promesa de fiesta recargada: el reencuentro con los héroes en una cancha para volver a levantar la Copa.
Non es fácil ser custodio de Tanta expectante. Y se notó en la prise del juego, desde el minuto uno, como si los futbolistas hubieran querido responder con una exprés goleada tanta empatía popular. Enfrente no tienen sólo al flojo combinado B de una selección de por sí floja, sino la obligación de consolar con pasta de campeones la voracidad festiva del público.
No se explica de otro modo el hecho de que Argentina haya demorado 77 minutos conseguire la apertura del marcador. O que Messi haya incrustado dos tiros libres literalmente en ángulos individuales, antes de lograr que la pelota alcance la roja casi en el final del partido.
Between the victoria por penales contra Francia y este regreso a River, fuera del artificio qu’significa estadio de fútbol la realidad siguió su inercia decadente: inflación sin freno e inseguridad creciente, sazonado con cortes de luz recurrentes producto de las peores olas de calor de la historia. Nada parecido a la felicidad, en un crescendo de mezquindad politica que para el elixir de Messi y compañía fue pan comido este jueves: volvió a ganar por afano.
Bueno, obviamente, una distancia inconmensurable entre Messi y el resto de los argentinos. Messi realmente ganó, porque a la postre supo administrar el talento y convertir la impotencia en sonrisa. En Argentina hay -hubo y ¿habrá?- otros «Messis» anónimos, en varias disciplinas, hamacándose entre el ansia de una consagración nacional postergada y la tentación del exilio.
El desconocido es tan extensamente bastardeada la conducción del Estado surgirá de las urnas la persona que logre trascender las divisiones estériles, se ponga el equipo al hombro y en cuatro años le dé alguna alegría conforme a los peregrinos de la Selección, hoy condenados a la dosis de felicidad efímera que representa cada grito de gol. La única certeza es que en cuatro años volverá a haber otro Mundial.
PD